La Muerte y el Prisma



Revenge is a dish that tastes best when it is cold.

El mundo jamás vio detective semejante a Alfred Müller, su perspicacia, dialéctica, y poder deductivo vencían a los de cualquier competidor. Sin embargo, Müller tuvo un único caso que no pudo resolver. Este caso fue una excéntrica serie de hechos de sangre que culminaron en el Cirque des Miroirs, entre el infinito son de la música de feria y la interminable tempestad de luces de colores. Aunque es evidente que Müller no pudo evitar el último asesinato, es igualmente innegable que lo previó, y que se acercó a comprender la morfología de esta nefasta serie de eventos. Es verdad que Müller no logró descubrir la identidad del asesino de Ruales, pero lo que sí supo era que debía haber cierta participación de Christopher Brown, cuyo segundo apodo es Brown el Dandy. Este criminal, a diferencia de los demás, nunca dejó de odiar a Müller, y buscaría vindicación a toda costa.

"...los espejos son abominables, porque multiplican el número de los hombres..." Se acordó el detective Alfred Müller al despertarse. Se había quedado profundamente dormido el día anterior, mientras leía un cuento más denso que el plomo.

—Además de oníricos, han sido somníferos estos cuentos...

Inclusive después de tantos años recordaba sus clases de español; se sentía sofisticado al decir la palabra 'oníricos'. Botó el libro al suelo. Era domingo, y el día anterior lo había perdido por completo por el tremendo sopor que le produjo el cuento. Müller estiró sus piernas y se levantó, tenía los ojos hinchados y el cabello desgreñado. Apenas dio un paso, cuando chilló el teléfono, un colega le informó sobre un caso terrible. Alfred Müller salió inmediatamente a investigar dicho acontecimiento.

El primer crimen ocurrió al frente del local de magia de la ciudad, el Nord—Ouest Magic Shop, en una de las calles más desoladas de la zona, la avenida Transatlántica. El famoso escritor y mago Bernardo Ruales había muerto apuñadado la noche del día anterior, día 12 de enero. Uno de los guardias de la cercanía había llegado demasiado tarde, pero vio que salía de la escena del crimen un automóvil pequeño de color rojo y sin placa. El guardia halló a Ruales completamente muerto, y con exactamente tres cortaduras: una en el lado izquierdo del tórax (en el corazón), una en el lado derecho (como por equivocación), y una en la pierna izquierda. La víctima estaba rodeada de objetos mágicos: borlas de lana, una soga, una capa, y un sombrero de doble fondo: los objetos que siempre llevaba a la mano por si encontrara una oportunidad de demostrar su talento. Del carro, por el apuro del asesino, se había caído un pequeño objeto, un prisma triangular perfecto, hecho de vidrio. Este objeto no tenía huella digital alguna, evitando la posibilidad de usarlo como una pista biométrica.

Alfred Müller pensó un momento sobre el caso, tomó el prisma, y lo examinó. Este simple pedazo de cristal servía como un enano espejo triangular. ¿Qué habrá significado, para qué habrá servido?

—Seguramente lo mató un ebrio con traumas de su juventud.—Exclamó el comisario Smith — No a todos les gustan los payasos... O talvez lo mató un ladrón que, conociendo la fama del mago—escritor, haya pensado que fuera adinerado.

—Tal vez sea cierto, pero no interesante— confutó Müller. —Seguramente tuvo el asesino un motivo profundo para haber matado al mago justo al frente del local de magia y precisamente en esta calle.

—Crea usted lo que quiera, pero yo lo que quiero es atrapar a este criminal.

El segundo crimen ocurrió en el Parque Central, el día 13 de febrero. Varios de los pasantes atestiguaron que el afamado matemático Mauricio Williams se encontraba haciendo unos cálculos complejos en su pesado cuaderno, en la mesa de ajedrez del parque, cuando ocurrió la desgracia. Williams era un señor célibe de alta edad, cabello desteñido, barba densa y piel rugosa y gris; un anciano pulido por los años y consumado por la experiencia. A pesar de estar jubilado, Williams seguía resolviendo problemas matemáticos los días en que le sobraba vitalidad. La desgracia ocurrió así: de una buseta salieron tres hombres vestidos de científicos, quienes se sentaron junto al matemático. Se notó que Williams estaba inquieto, por su manera de mirar a los hombres y por su repentina tensión de sus hombros. Sin embargo, los testigos aseguraron, muy pronto Williams comenzó a hablar entusiastamente con los científicos e inclusive los siguió a la buseta. Unos pocos testigos vieron a Williams ser golpeado por un científico en la cabeza con una llave inglesa mientras se cerraba la puerta corrediza. Lo único que quedó del matemático encima de la mesa de ajedrez y cerca de una escultura de Pitágoras fue su cuaderno, repleto de fórmulas y triángulos. Nunca más se oyó hablar de Williams.

Müller recibió, una semana después, un imponente sobre sellado, de un tal René Descartes. El sobre contenía un minucioso plano de la ciudad y una carta. El plano tenía trazado una línea horizontal que comenzaba en el Nord—Ouest Magic Shop, seguía por cinco centímetros a lo largo de la avenida Transatlántica, pasando por el Parque Central, y terminaba cinco centímetros más allá, en el Club Deportivo Olímpico. La carta explicaba sucintamente la hipótesis de este tal Descartes: mencionaba la sucesión de fechas, 12 de enero, 13 de febrero, y predecía que lo más obvio era esperar un tercer incidente el 14 de marzo en el punto indicado en el mapa. Decía que la razón sería evidente. La carta estaba firmada "Quien no piensa, no existe —Descartes"

Alfred Müller sintió, de repente, que estaba por descifrar el misterio. Una escuadra y unos sencillos cálculos consumaron su basta intuición. 5 cm, días 12 y 13, las heridas hechas a Ruales, los objetos de magia, el prisma, la estatua pitagórica, los triángulos en los palimpsestos de Williams, todo apuntaba a un solo hecho: el siguiente crimen no se realizaría el 14 de marzo, sino el 5. Müller trazó una línea vertical desde el Parque Central, una línea de 12 cm. Luego una oblicua desde el Nord—Ouest Magic Shop hasta el final de la línea recién trazada, medía 13 cm.

—He podido resolver el problema—Aseguró Müller a Smith por teléfono—El siguiente crimen se realizará en el Cirque des Miroirs, el 5 del siguiente mes.

Alfred Müller se encontraba en un tren viajando hacia el sur la madrugada del 4 de marzo; aún no salía el sol y la frigidez reinaba. El detective estaba intentando descifrar el autor de esta serie de delitos.

—¿Será Christopher Brown, quien siempre ha cometido los peores crímenes? Por suerte a su hermano lo encerré bien, pues de lo contrario el mal sería el doble.

Al bajar en la estación y transportarse al Cirque des Miroirs, Müller comenzó a investigar. Las luces y la música estaban encendidas para tratar de atraer a clientes madrugadores, aunque nunca daba resultado. Nadie estaba atendiendo en la boletería, pero el detective logró abrir la herrumbrada verja a la fuerza. Müller se halló inmediatamente en un laberinto de espejos, en donde se fabricaban centenas de copias de su persona y al mismo tiempo ninguna. "...los espejos son abominables, porque multiplican el número de los hombres..." se acordó. El lugar era vasto, pero Müller no se podía mover, sus ubicuos duplicados le bloqueaban el paso con su piel siempre plana y helada. Cuando al fin se movía era como si no lo hiciera; regresaba al mismo lugar; regresaba en el tiempo; sus clones lo perseguían. El espacio era infinito, el tiempo no se podía diferenciar entre eterno y estático. Todo este universo era falaz, pero a Müller le fue imposible convencerse de aquello. Repentinamente se añadió otro ser infinito a la escena, Christopher Brown, un malhechor pelirrojo con una sonrisa de oreja a oreja, una de esas sonrisas ferales que sólo invaden a una persona cuando comete un crimen que ha planeado durante toda su vida. Todos los Brown agarraron a todos los Müller, todos se fusionaron y sólo quedaron los dos originales. Entraron a un cuarto cúbico blanco, en la pared había un pequeño orificio por donde entraba un rayo de luz del amanecer. Alfred Müller deliraba mientras el malhechor le daba una letanía de complejas explicaciones y se burlaba de su ingenua ingeniosidad. Müller le había ahorrado a Brown un día entero de espera. Christopher Brown finalmente sacó su revólver, y arrojó a Müller al suelo. El prisma se cayó de su bolsillo y se creó un arco iris. La música de circo siguió tocando. Alfred Müller sintió que estaba en el paraíso.